Oliverto Tercero
La disputa arancelaria entre Estados Unidos y China, iniciada en 2018 con gravámenes de hasta 25 % sobre productos estratégicos, tensó las cadenas globales de suministro y alcanzó a México. Washington respondió imponiendo aranceles al acero y al aluminio mexicanos, lo que incrementó los costos de insumos y forzó a las maquiladoras de la frontera norte—desde Ciudad Juárez hasta Tijuana— a absorber mayores precios de materias primas. Aunque las exportaciones mexicanas mostraron un repunte leve, el alza en los costos de producción comprimió los márgenes de las empresas instaladas en la región limítrofe.
A su vez, la venta sorpresiva de 63 000 millones de dólares en bonos del Tesoro de EE. UU. por parte de un importante banco japonés disparó los rendimientos de la deuda y reforzó las expectativas de incrementos en las tasas de interés de la reserva federal. Esta volatilidad fortaleció al dólar frente al peso —que pasó de alrededor de 19.5 a más de 21 MXN— encareciendo las importaciones y reduciendo el poder adquisitivo de las remesas. Al mismo tiempo, elevó el costo del crédito en ambos lados de la frontera, al alzar las tasas en préstamos y financiamientos transfronterizos.
Para los mexicanos que habitan la frontera, este cóctel de aranceles y fluctuaciones cambiarias se traduce en menor capacidad de compra de la canasta básica y de bienes duraderos, así como en mayores costos de vida. Las maquiladoras ajustan sus operaciones para sortear los nuevos gravámenes, lo que genera incertidumbre en el mercado laboral y amenaza empleos; mientras tanto, el encarecimiento del crédito estadounidense afecta a quienes cruzan a diario para trabajar, compran o envían remesas, profundizando la vulnerabilidad económica de estas comunidades.