Según la Real Academia Española (RAE), criminal es aquel que comete un crimen o quien transgrede gravemente la ley. Sin embargo, lo que no logro entender es en qué momento un migrante, que simplemente busca ganarse la vida (y por cierto, en trabajos mal remunerados), se convierte en un criminal. ¿Cómo es posible que una persona que limpia, cocina, lava o da mantenimiento a los hogares y negocios de los estadounidenses, realizando tareas que, muy probablemente, muchos de esos mismos estadounidenses no llevarían a cabo si no fuera por la mano de obra migrante, sea etiquetada como delincuente?
La verdadera criminalidad en esta historia tiene un nombre y un apellido: Donald Trump. Su criminalidad no se mide por un solo delito, sino por su habilidad para generar miedo, manipular a las masas y lanzar mensajes que dividen a la sociedad. Es como el villano de una película que, en lugar de robar bancos, se dedica a robarle a la gente la empatía. Pero, claro, eso no lo hace criminal, según las reglas de su propio juego.
Porque al final, ¿quién es el verdadero criminal aquí?, ¿el que solo busca un futuro mejor para él y su familia, o el que se esconde detrás de un muro de palabras vacías y políticas destructivas para seguir enriqueciéndose a costa de los demás? La respuesta está clara: el verdadero criminal es quien usa el poder para sembrar más odio que soluciones. Y, si se le ocurre a alguien llamarlo “líder”, que lo pongan en la cárcel del sentido común.
